Espejo de Luna

viernes, agosto 28, 2009

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TODO, DE TI, ME LO LLENAS

Casi nada conozco de ti,
sirena,
y me eres ahora la vida;
ahora que todo de ti,
pensándote, me lo llenas.
No sé salir de ti y me gusta.

Agosto. Las cinco y media.
Es como si alguien me debiera algo;
hace mucho calor y todo está sereno.
Si no te beso, moriré de sed.

Sirena.

…Si no me haces el amor, moriré de tristeza.

jueves, agosto 13, 2009

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CUENTO

Quiero escribir un cuento
y, así, acabo de empezarlo:

“Había una vez un hombre y una mujer
en un mar lleno de caricias y besos…

Pienso en mi sirena, me quedo ensimismado
y huyen de mí las letras
de esta ratonera en que me he encerrado
con ese había una vez un hombre y una mujer
en una galaxia repleta de besos…

Las bibliotecas y librerías están cerradas,
no he querido ir a por palabras al mercado,
a que me digan: ¡hola marinero, míralo
qué ensirenado va!
cuánto tiempo sin verte ¿dónde estabas?
¿Y tu sirena, qué dice esa mujer,
ya te deja venir solo al mercado?
Si fuera yo no te quitaba el ojo,
pero ojito lo que haces que la llamo.

La vida sorprendentemente es dulce
cuando todo pasa tal si el tiempo no pasara,
como pasa en los cuentos, en la cama,
en el guiño de mi sirena al decirme que estoy feo
o en las noches que no cierra la luna su ventana.

…El hombre había alquilado una nave para besarla
y mejor sorber así el secreto de su lengua.
A bordo de la nave, beso con beso, quiso llevarla
a donde los domingos de agosto olían a refresco…

Pienso en mi sirena, me quedo ensimismado
y, otra vez, huyen de mí las letras.
Agosto. Las once y media. Quiero escribir un cuento.
Vengo a pedirte latidos, palabras,
y me ayudes tú, así, a continuarlo.

Veamos...

“Había una vez un hombre y una mujer
en un mar lleno de caricias y besos.
El hombre había alquilado una nave para besarla
y mejor sorber así el secreto de su lengua.
A bordo de la nave, beso con beso, quiso llevarla
a donde los domingos de agosto olían a refresco…



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martes, agosto 11, 2009



LA TORRE DE LOS LUJANES

En esta torre, ubicada en la Plaza de la Villa (justo enfrente del antiguo Ayuntamiento de Madrid), es donde la tradición fija el lugar en que Carlos I tuvo prisionero a Francisco I de Francia, vencido en la batalla de Pavía (1525); en realidad, parece que fue sólo el lugar en el que estuvo brevemente y donde el Concejo de Madrid le honró con una fiesta, bajo la custodia de Hernando de Alarcón, entonces dueño de la casa.

Ayer, 10 de agosto, fue el día de San Lorenzo y se supone que es el día más caluroso del verano por aquello de que, a éste santo, lo “asaron” en una parrilla. No sé si es porque sí o porque el verano me tiene la mente algo “chamuscada”, que vengo aquí a traer este relajante y veraniego relato:


Jodía Pavía
(1525)

Desde su cárcel madrileña, Francisco I de Francia rememora, en una carta que le escribe a su querida, la batalla en que fue derrotado y preso en Italia por las tropas del rey Carlos I de España.


QUERIDA MIMÍ:

Aquí me tienes, voilá, de turista forzoso en Madrid. Alojado en una torre que llaman de Los Lujanes, con ese cabroncete de Carlos, emperador de los alemanes y de los españoles y de la madre que los parió a todos, visitándome cada tarde para chotearse entre tapices gobelinos y mucho vuesa merced, primo, hermano, monarca francés y toda la parafernalia. «Estáis en vuestra casa, rey cristianísimo», dice, como si esto fuese otra cosa que una cárcel; y me muerdo de rabia los encajes almidonados viendo la sonrisa guasona que le apunta bajo la barbita. Menudo cabrón, mi primo el Ausburgo. Vaya suerte la suya, oyes; y eso que lo suyo fue de pura chamba, hay que fastidiarse. Que si Fernando de Aragón e Isabel de Castilla no llegan a hacer aquella boda –menudo braguetazo-, y Felipe el hermoso, su yerno osterreiche, no se va a criar malvas y deja a la Juana Majareta esa viuda, y al chaval este, al flamenco Carlitos que Dios y el turco confunda, no le toca la corona imperial en una rifa, a lo mejor yo no me veía ahora aquí pintando la mona de huésped forzoso, y el emperador europeo sería el menda, como el yayo Carlomagno, que en gloria esté con Roldán y los doce pares; y no estaría escribiéndote desde la Torre de los Lujanes, plaza de la Villa, Madrid, Spain, sino retozando contigo en Blois, a orillas del Loira. Yo comiendo fuagrás, mon petit chú. Y tú lo que ya sabes.

RECORDARÁS QUE MI ÚLTIMA CARTA TE LA ESCRIBÍ EN PAVÍA con fecha de 23 de febrero de 1525, la noche antes de la batalla. Leída ahora supongo que te parecerá un poquillo confiada, a ver si me entiendes, sobre todo aquello de «a esos españoles muertos de hambre nos los vamos a comer sin pelar», lo que «entre ellos y nosotros no hay color», o lo de «vamos a darles de hostias hasta en el carnet de identidad». Pero las cosas, Mimí, hay que considerarlas en su contexto. Ponte en mi lugar: rey de un país glorioso que te cagas, caballero de pro, rodeado de la flor y la nata de caballeros choisís entre la nobleza más granada de la France, y encima con una pasta gansa para pagar la soldada a un ejército de treinta mil fulanos suizos, alemanes y franceses, con más cañones que el enemigo y con una caballería a la que daba gloria verla, con sus penachos, y sus gualdrapas, y sus armaduras relucientes de Sidol, y sus camisitas, y sus canesús. La créme, para que me entiendas. Unos soldados que estaban, te lo juro, para comérselos. Y enfrente, como enemigos, con muchísimos menos jinetes y cañones, cuatro mil españoles morenos y bajitos oliendo a ajo y a vino tinto, imagínate a los muy tiñalpas, con diez mil alemanes –borrachos y amotinados, como de costumbre- y tres mil italianos apellidados Luchino, y Moschino, y Armani y todo eso, calcula las perlas de la milicia, todos de extrema sensibilidad y mucho diseño, con uniformes divinos, eso sí, pero de escasa eficacia a la hora de tararí, tararí, sobre el hombro, marchen, etcétera. Que entre todos, en fin, componían las tropas imperiales, y además iban ya medio en retirada y muy hechos polvo, hasta el punto de que yo estaba plantado allí con mi campamento y mis banderas con la flor de lis, asediando Pavía tan ricamente, y con ansias de terminar la campaña para volver a Francia y darte, mon amour, las tuyas y las de un bombero.

TOTAL, QUE ALLÍ ESTÁBAMOS, YO ASEDIANDO comme il faut y los enemigos, o sea, Antonio de Leyva –veterano de treinta y dos batallas y cuarenta y siete asedios, el jodío- dentro de la ciudad y su colega el marqués de Pescara en la otra punta, donde a Cristo el pusieron el gorro. Y a todo esto se le ocurre a los imperiales aprovechar la noche y la lluvia y la niebla para jugarme la del chino. Como te lo cuento, cheríe. Nada de presentarse después del desayuno con trompetas y banderas y todas esas cosas propias de gentilhombres y gente bien educada; sino que los muy perros se ponen camisas encima de los petos para reconocerse en la oscuridad, hacen tres brechas en la muralla del parque frente a Pavía, y se cuelan por allí después de oír misa y confesarse, y de que Pescara, que es soldado viejo y conoce el paño, les diga eso que con los españoles en cuestión de guerras y de conquistas es mano de santo y no falla nunca: «Hijos míos, estáis muertos de hambre, y yo también. El pan está en el campo francés, y así que maricón el último». Y encima el muy borde va y me los caliente más contándoles –lo que además era una cochina mentira-, que yo había ordenado degüello general y no dar cuartel a ningún español, y que o ganaban o iban listos de papeles. Así que figúrate. Con la mala leche que ya de natural tienen esos prójimos, allá fueron todos, o más bien vinieron, o sea, imagina con qué talante, blasfemando en arameo, que si Santiago y Cierra España y que si Dios y la Virgen y San Apapucio, y el Copón de bullas y la Puta de oros a caballo. Y resulta que en plena noche están mis centinelas allí, de guardia tan campantes, saboreando el vino de Burdeos y los caracoles a la borgoña que esa noche teníamos de rancho, au clair de la lune como quien dice, mon ami Pierrot, y de pronto se lía la pajarraca, pumba, zaca, cling, clang, y se monta un cipote de tres pares de cojones. La de Pavía.

EN FIN, QUE YO SALGO DE LA TIENDA DE CAMPAÑA EN CAMISA, con la armadura flordelisada a medio poner. Y pregunto qué coño pasa, mondieu, y un imbécil de mi estado mayor, el marqués de Les Couilles Violets, va y dice: «Es que los españoles huyen, majestad». Y añade que lo sabe de buena tinta, el muy subnormal. Entonces yo contesto que parfait, que me traigan el caballo y la espada y la lanza que vamos a perseguirlos hasta hacerlos picadillo. Una carga de caballería voy a darles, digo, que se van a ir de vareta por la pata abajo. Pour la France, con un par. Así que entre la niebla y el amanecer organizamos la galopera, y los dos bandos nos acometemos con unas ganas que para qué te cuento, mon amour. Lo primero de todo le hacemos filetes a los malos un escuadrón de caballería, y nos quedamos con sus cañones por todo el morro, vive la France y todo eso, mientras ellos intentan su movimiento de flanqueo. Lástima que no me vieras, chochito mío, tan gallardo como acostumbro, cargando a la cabeza de mis gendarmes y caballeros como en los torneos, la caballería andante rediviva, sus y a ellos, deliciosamente feudal, como te digo, el espectáculo, que no me daba besos a mí mismo porque con el casco y la armadura no podía. Y fíjate cómo le pondríamos de chunga la cosa a los imperiales, que luego me contaron que un capitán italiano, viendo el panorama, le dijo al de Pescara: «Pardiez, paréceme cordura recogernos un poco en aquel bosquecillo». Pero el otro, un abuelo correoso que no veas, con más batallas a cuestas que le gran pére Cebolleté, le dijo anda y que se recoja tu puta madre, chaval, que yo estoy viejo para ir corriendo de un lado para otro. Así que se volvió a la infantería española, los arcabuceros de las compañías vizcaínas y guipuzcoanas y castellanas y los otros que por allí andaban hasta sumar mil y pico, y les dijo: «Señores, mecagüentodo. No hay que esperar sino en vuestros arcabuces y en Dios, por ese orden». Y entonces todos se pusieron a gritar: «Olé tus huevos, aquí están los españoles, aquí está Pescara, Es-pa-ña, Es-pa-ña», como si aquello fuera una final de liga, que en realidad lo era. Y a todo esto, mientras tanto, allá les vamos nosotros, o sea, yo, moi, le ori, con toda mi flamante caballería pesada de la nobleza francesa y con los lansquenetes alemanes que nos siguen pasito misí, pasito misá. Y cuando veo a los jinetes enemigos hechos una piltrafa, considero que la batalla está ganada, pues como buen caballero y gentilhombre desprecio a la chusma de a pie, y creo –hasta ese momento te juro por mis muertos más frescos que lo creía- que es la flor y nata a caballo, la elite montada, la que decide ese tipo de cosas. Así que toco carga, tía. Una carga preciosa, las cosas como son, espadas y banderas en alto y todo eso. Pero aquellos fulanos chaparros y morenos y barbudos de enfrente, asómbrate, con los cojones duros y pegados al culo como los de los tigres, aguantan, cherie, o sea, maldita la madre que los parió: se mantienen en sus posiciones junto al bosquecillo de marras aunque les viene encima cientos de toneladas de caballos y de armaduras y de mis piqueros tudescos; y cuando decido retroceder un poco y me reagrupo para ordenar las filas y tomar aire, veo que me han dejado en el campo, a bote pronto y allí mismo, por la cara, cinco mil palmados. Los hijoputas.


Y ENCIMA RESULTA QUE EN EL RESTO DEL FRENTE LAS COSAS NO VAN MEJOR. Para ser exactos, van de pena. Mis mercenarios alemanes de la Banda Negra, o sea, lo mejor de cada casa –tendrías que verles el careto a esos animales, si hubiera quedado alguno vivo- se enfrentan a los también alemanes que se lo curran para el Emperador. Imagínate el cuadro, habida cuenta que unos y oros se odian a muerte, todo ese cipote de tudescos dándose hostias unos a otros, hasta arriba de cerveza y marcando, supongo, el paso de la oca: up, aro, up, aro. Aberrante, o sea. Kafkiano. Al final ganan los imperiales, que también es mala suerte la mía, y al mismo tiempo me entero de que, en el otro lado, el grueso de infantería española, al grito de «Santiago, España, cierra, cierra», está pasándose por la piedra, ris-ras, a mis pobres mercenarios suizos, que con esa cara de intelectuales que suelen tener los suizos ponen pies en polvorosa, por primera vez en su larga y honorable historia de tropas a sueldo del mejor postor; y de suizos sólidos y fiables pasan a convertirse en suizos de café con leche. A esas alturas de la feria, comprendo que no es mi día. Ni mi año. Tengo quince mil muertos, que se dice pronto, y el río Tesino baja lleno de fiambres de orilla a orilla. En realidad me encuentro, te lo confieso, bastante confuso. No logro explicarme cómo un ejército tan caballeresco y flamante como el mío, en orden y bien alimentado, un ejército francés de la Francia, acaba de ser hecho trizas ante mis ojos en poco rato por una chusma meridional y sudorosa que carece de modales, ni cómo esos arcabuceros impasibles y con tan mala follá han sido capaces, contra toda lógica, de destrozar en una sola mañana y en campo abierto a lo mejor caballería de Europa, la francesa, y a la mejor infantería de Europa, la suiza. Histórico, nena. Como para aplaudir, si n fuera yo quien pagara la juerga. Y ahora todo es bang, y ziaang, y chas, y me veo con toda mi estupenda caballería emperifollada en el centro de aquella merienda de negros. Y de ti para mí, lo confieso: bastante acojonado.

PORQUE IMAGÍNATE EL CUADRO, PRENDA MÍA. En este paisaje, sólo quedo yo en el centro con mis mejores jinetes, bien agrupados y a caballo, la créme de la créme esa de la que te hablaba antes, mis marqueses y mis condes y mis duques y sus hijos y sus cuñados, todos con sus armaduras floridas y sus penachos y sus caballos purasangres que valen un pastón largo, en busca de un hueco no para cargarle al enemigo, que eso ya es lo de menos, sino para largarnos de allí como quien se quita avispas del culo, entre las filas de arcabuceros españoles que nos rodean arrojándonos encima una nube de plomazos que repica contra los arneses como si granizara. Al final empiezan a pegarnos tiros a los caballos, con una grosería y una falta de modales inaudita, y cada vez que uno de mis leales vasallos da con la armadura en tierra, con mucho cling-clang y mucho ruido, los españoles dejan sus arcabuces, y a la carrerilla se meten entre nosotros, espada o daga en mano, para rematarlo en el suelo. Yo grito mucho vive la France, a mí, uníos a mí, sus y a ellos, etcétera, que es lo que se espera, supongo, que un rey francés diga en esos casos; pero de allí no hay quien salga, y los españoles ya se meten ahora entre las patas de los caballos, desjarretándolos o destripándolos con sus dagas, para hacernos caer al suelo –imagínate el hostiazo, cubiertos también de coraza, cataclás, quinientos kilos de carne y acero viniéndose abajo con jinete incluido- y se arrojan como lobos sobre mis pobres gentilhombres, a los que degüellan sin misericordia metiéndoles los puñales entre las junturas de petos y yelmos mientras éstos intentan levantarse del barro con las pesadas armaduras que los cubren; y da lástima verlos protestar a los probrecillos, pero quesquesé, esto no es jugar limpio, pardieu, qué falta de etiqueta, etc, etc, mientras los otros les meten los aceros por el garganchón, chaf, ras, glup. Así los míos pasan de ser florida caballería a montones de solomillo sangrante bajo los armaduras: al pobre Couilles Violets le levantan la visera del yelmo y le destrozan la cara con la moharra de una pica. Al duque de La Refanfiflére le sacan el caso, y mientras unos le quitan la cadena de oro y las sortijas, otros le echan atrás la cabeza y lo desangran como a un cerdo. A La Soufflebottoniére y a no sé cuántos les levantan los faldetes del peto y les disparan el arcabuz en las entrañas, reventándolos dentro de su armadura, pumba, chof, que da grima, te lo juro, sólo recordarlo. Así me los van haciendo palmar uno por uno, a mes enfants de la patrie, bang, ris, bang, ras, y me quedo más solo que la una. Alone, que diría el gordinflas de mi primo Enrique VIII, el hijoputa, ahí tan campante en Londres descabezando esposas y ñaca-ñaca, mientras disfruta con el espectáculo de ver los toros desde la barriére.

Y EN ESAS SALE MI NÚMERO, O SEA, QUE ME LLEGA EL TURNO. Quiero decir que a mi caballo, el fiel Gastón Royal Fashion, le pegan varios tiros en la cabeza, bang, bang, y me voy abajo con todo mi golpe de armadura, zaca, pegándome una costalada de veinte pares de cojones. Pero mucho ojito, cherie, soy un rey francés y para cojones los míos; así que intento levantarme a pesar de la armadura, y cuando casi lo he conseguido meneo la espada dispuesto a morir empachado de gloria como el resto de mis pobres muchachos. Pur la France. Pero cuando echo un vistazo alrededor y veo la que se me viene encima, el tropel de fulanos barbudos con los ojos inyectados en sangre que se arroja directamente a mi real pescuezo, me lo pienso mejor y digo bueno, vale, voyons, soy el rey, a ver aquí a quién hay que rendirse. A ver si nos organizamos un poco. Pero la cosas no está clara, porque en mitad de la pajarraca me caen encima varios de esos cromañones, y uno, con las manos ensangrentadas, la cara tiznada de pólvora y una cara de loco que te cagas, llega y me dice: «Errenditú, bestela barrabillak mostuko dizkiat». Y yo me digo que tiene delito la cosa, seis años estudiando español con un profesor nativo particular, figúrate, y el tal profesor en plan pelota, perfecto, majestad, un acento que ya lo quisiera Carlos V, etcétera, y ahora resulta que estoy aquí en una batalla y con el ruido y la vorágine no me entero de nada. No comprendo un carajo de lo que suelta este fulano. Barra de billar, me parece que dice, pero no sé qué coño tiene que ver una barra de billar con todo este invento. Así que me levanto la visera del casco, acerco la oreja y le digo, con mucha educación y mucho tacto: «¿pardon?... ¿Qu’esque vudit?». Y el otro, con una cara de mala leche que ni te cuento, me pone la espada en el real gaznate y me pregunta «¿Errenditú?». Y yo le contesto que yo bien, gracias, bien de momento. ¿Y tú?, añado. Pero empiezo a mosquearme, porque de pronto se me ocurre que a lo mejor no me estoy rindiendo a un español, sino a un alemán, o a un suizo, o a un croata, o vete tú a saber. A lo mejor la he cagado, me digo, y éste sólo pasaba por aquí y no manda un huevo, o es de otra guerra. Así que decido no rendirme, y me bajo otra vez la visera del casco, y le tiro al fulano raro ese una estocada, pero le fallo. Y no veas cómo se pone, el tío. Ya ni dice errenditú, ni errendiyó, ni barra de billar ni nada de nada, sino que empieza a darme sartenazos con la espada, que se los voy parando de milagro, y al final, sin resuello, me subo otra vez la visera y le digo vale, tío, me has convencido, me rindo. ¿Capichi? Je suis le roi, y me renduá pero ya mismo. Rendemoi. Así que deja de darme espadazos en los huevos. Y en estas llega otro español, o lo que sean estos fulanos, y le dice al energúmeno: «Juantxu, detente pues. Rey francés es, trincado lo hemos. Aúpa Hernani». Y entonces empieza a llegar gente y a abrazarse y a decir aúpa, aúpa, y resulta, al fin me entero, que los que me han trincado son de una compañía de arcabuceros guipuzcoanos, y que el energúmeno se llama Juan de Urbieta y es de un sitio que por lo visto le dicen Hernani, y que eso que mascullaba del errenditú y la barra de billar significaba literalmente, en su lengua de allí: «O te rindes o te corto los cojones»... Que ese es el problema, ahora me doy cuenta, que tienes con los españoles en esto de las guerras: que vas a rendirte con toda tu buena fe, y si no controlas la cosa lingüística, depende con quién caigas pueden darte matarile por el morro, mientras tú miras alrededor desesperado en busca de un intérprete. Como si ya no tuvieran bastante peligro por sí mismos, estos hijoputas.

EN FIN CHICA. QUE AQUÍ ME TIENES, COMIÉNDOME MÁS TALEGO QUE EL CONDE DE MONTECRISTO, mientras espero que a mi primo el emperador se le ponga en los huevos soltarme. La torre ésta de Los Lujanes no es mal sitio: un poco oscura y húmeda, pero me consuelo pensando que peor están ahora mis nobles caballeros, La Soufflebottonière y los otros, la créme de la créme y todo eso, putrefactos y a dos palmos bajo tierra. Sic transit gloria mundi, que decía no me acuerdo quién. Demóstenes, me parece. O uno de ésos. A mí, volviendo a lo importante, me toca, créeme, la prueba más cruel, lo más duro y terrible, seguir vivo. Pero no me quejo, porque mi vida no es mía –por eso no dejé que me mataran en Pavía, y muy a mi pesar, haciéndome gran violencia ética, pedí cuartelillo- sino de Francia. Y quien vive hoy puede luchar mañana. O pasado mañana. O vete tú a saber cuándo. Respecto a mi libertad, Carlos dice que de rescate ni hablar, que eso es muy antiguo y que desde el Amadís no se usa, y que a ver si me creo que soy Ricardo Corazón de León. Que menos lobos, Paquito, dice –no te puedes imaginar lo que me revienta que me llame Paquito-. Aprovechándose de los trenes baratos, ahora se ha puesto flamenco y quiere que le devuelva la Borgoña, y que abandone mis pretensiones sobre Flandes, y sobre Nápoles y Milán, y un montón de cosas más. Mucho me temo que con esto de Italia y Flandes y con esa gente que los españoles están mandando para América –tiemblo sólo de imaginar al errenditú y sus colegas en América- estos cabrones van a crecerse mucho, y a ese chico, Carlos, y a su familia les espera por delante una buena racha, y que al menos por un siglo o dos nos van a dar bastante por saco a nosotros, a Europa, e incluso a Su Santidad, que les tiene tanto miedo en Italia que no le cabe un cañamón por el ojete. En fin, qué remedio. Ya vendrán tiempos mejores; hasta entonces, ajo y agua. El caso es que dice Carlos que si le doy mi palabra de honor de caballero de que respetaré esos compromisos, me da boleta pero ya mismo. Y la verdad es que me lo estoy pensando. Me refiero a lo de dar la palabra de honor, que es gratis, porque lo otro no pienso darlo ni harto de rioja, que es un líquido al que aquí -no te rías, cariño- llaman vino. A fin de cuentas, eso se arregla luego con retractarme de lo prometido cuando esté otra vez libre y en Francia. Que de caballerosidad y honra ya tengo lo mío, maldita sea mi estampa. Tengo murga de ésa por un tubo: tararí, tararí, y al final de tanto tararí, uno, por muy caballero y muy elegante y mucho real paquete que marque, termina con el errenditú de los cojones, el Juan de Urbieta ése y toda su cuadrilla de vascongados, de españoles o de lo que sean, encima de la chepa y dándote las del pulpo. Mucho me temo, chata, que los tiempos están cambiando. Y que esta vez, en Pavía, Francia et moi hemos hecho bastante el gilipollas.


Te adoro, etcétera.

FranÇois


(Relato éste que, hace un tiempo, salió de la pluma de Arturo Pérez-Reverte)





viernes, agosto 07, 2009



PARAISO: TÚ

Esta noche es dulce todavía pensar en jardines floridos, porque la tierra, mojada, se estremece bajo las gotas largas y voluptuosas de una lluvia inesperada. Es grato, sí, encaminarse a la rebusca del Paraíso, de ti, por caminos no hechos, de veriles en flor.

Mi paraíso perdido, mi paraíso cerrado…

Paraíso cerrado del que eres -¿palmera tú, dulce dátil?- latiente rama de gotas escarchada. Florida de violetas en los párpados umbríos de tu sueño. De rosas tibias y desnuditas sobre la aplacada sangre redonda de los labios. Camelio sin luz, pero camelias con perfume, para la piel de tus pechos, abotonados por tiernísimos cálices de hortensia. Cuando te curvas hacia mí, contra el junco de río de la cintura estalla el dulce color de tus miradas, míticas y remotas, como flores del eco.
Ese jardín cerrado de tu cuerpo, donde la margarita ríe, donde las rosas cantan y suspira el narciso; ese mapa de luna de tu desnudo, con los blancos volcanes de los senos, cónicos y puntiagudos, en cuyas cimas tiembla la luz rosada del hortensio; nevado mundo, sin otro fuego que ese fuego tuyo, y tu aroma de tomillo y violetas perfumadas…

¡Qué sutil fragancia tuya, la fragancia sellada de nuestro paraíso!

No le niegues en él cuidado a mi descanso. El Paraíso nos desea rendidos a nuestra verdad última, fieles a la horizontal en el abrazo de tu luz, sirena, hermosa y blanca de luna llena.



(Imagen tomada prestada de la web "elcuartoscuro",
cuyos trabajos fotográficos son sensacionales)



martes, agosto 04, 2009


BÁLSAMO SANADOR


Tras colarme en un vuelo en la abierta
ventana (léase blog) de una querida
amiga y "pasear" libremente
por los caminos de sus letras,
viendo que casi el aroma
- más que el sabor - de una fuerte
y caliente pócima la ha sanado
de una dolencia cervical,
me ha venido al magín otra
balsámica pócima de la que,
supongo, todos hemos
leído u oído nombrar y que
aquí os vengo a recordar:




El bálsamo de Fierabrás es una pócima maravillosa que
forma parte de las leyendas del ciclo carolingio. Aparece
como tema en el cantar de gesta francés Fierabrás
(el de feroces brazos) que se fecha hacia 1170.
Según la leyenda épica, cuando el rey sarraceno Balán
y su hijo el gigante Fierabrás conquistaron Roma,
robaron en dos barriles los restos del bálsamo
con que fue embalsamado el cuerpo de Jesucristo,
que tenía el poder de curar las heridas a quien lo bebía.
Vencido el gigante por Oliveros, y habiéndose
hecho cristiano, lo devolvió a Roma el emperador
Carlomagno. Se trata de una piadosa leyenda medieval
que los contemporáneos de Cervantes conocerían
por la traducción de una versión en prosa francesa
del siglo XV, "Hystoria del emperador Carlomagno
y de los doze pares de Francia, e de la cruda
batalla que huvo Oliveros con Fierabrás", (Sevilla, 1525,
y reimpresa varias veces), capítulos 17 y 19. En esta
versión dice Fierabrás que ganó los dos barriles
del bálsamo por fuerza de armas en Jerusalén. Oliveros,
mortalmente herido, bebe de él y sana por completo.
Esa capacidad del bálsamo para sanar es, pues,
la esencia de la leyenda que don Quijote transmite
a su escudero la primera vez que le informa
sobre el bálsamo en el capítulo décimo:

“-Todo eso fuera bien escusado –respondió don Quijote-
si a mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo
de Fierabrás, que con sola una gota se ahorraran tiempo
y medicinas.
- ¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? -dijo Sancho Panza.
Es un bálsamo - respondió don Quijote- de quien tengo
la receta en la memoria, con el cual no hay que tener
temor a la muerte, ni hay pensar morir de ferida alguna.
Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más
que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla
me han partido por medio del cuerpo (como muchas veces
suele acontecer), bonitamente la parte del cuerpo
que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza,
antes que la sangre se yele, la pondrás sobre la otra
mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo
igualmente y al justo. Luego me darás a beber solos
dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme
quedar más sano que una manzana.

La ignorancia de Sancho, su simpleza, le hacen creer
a pie juntillas las palabras de su señor, pero en vez
de pensar, como él, en la utilidad salutífera del ungüento,
su sentido práctico de la vida le lleva a imaginar
las magníficas perspectivas de negocio que ofrece
un producto de tales características...

-Si eso hay - dijo Panza -, yo renuncio desde aquí
el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa,
en pago de mis muchos y buenos servicios, sino
que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor;
que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más
de a dos reales, y no he menester yo más para pasar
esta vida honrada y descansadamente. Pero es de saber
agora si tiene mucha costa el hacelle.
-Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres -
respondió don Quijote.
-¡Pecador de mí! - replicó Sancho -.
¿Pues a qué aguarda vuestra merced a hacelle
y a enseñármele?


Respecto a la leyenda tradicional del bálsamo, don Quijote
ofrece dos datos novedosos. De un lado, la escasez necesaria,
“una gota” o “dos gotas”, para que produzca efectos.
De otro, el conocimiento de la receta, es decir,
la posibilidad de fabricarlo, algo discordante
con la naturaleza misma del bálsamo legendario,
cuya fuerza radicaba en haber servido “para ungir
a Jesús antes de enterrarlo” También llama la atención
la precisión verbal de Sancho al referirse al bálsamo
como “estremado licor”, o sea, la panacea,el sumo invento.
Tras esta primera aparición en el capítulo décimo,
no se vuelve a tener noticias del bálsamo hasta
el capítulo 15, donde Sancho, después de la paliza
que le propinan los yangüeses a él, a su amo
y a Rocinante, lo recuerda como recurso ideal para aliviar
el dolor que padecen en ese momento…

-Querría si fuese posible, respondió Sancho Panza,
que vuestra merced me diese dos tragos de aquella
bebida del feo Blas, si es que la tiene vuestra merced
ahí a mano, quizá será de provecho para los
quebrantamientos de huesos, como lo es para las feridas.
-Pues a tenerla yo aquí, desgraciado yo,
¿qué nos faltaba?, respondió don Quijote.
Mas yo te juro Sancho Panza, a fe de caballero andante,
que antes que pasen dos días (si la fortuna
no ordena otra cosa) la tengo de tener en mi poder,
o mal me han de andar las manos.


Sancho comete el error, producto de su ignorancia
y mala memoria, de confundir el nombre de “Fierabrás”
con el de “feo Blas”, y su amo jura fabricar el bálsamo
antes de dos días, cosa que cumple pues, esa misma
noche del apaleamiento, llegan a la venta y,
tras sufrir otra nueva paliza,
don Quijote acelera la elaboración…

-No tengas pena amigo, dijo don Quijote, que yo haré
agora el bálsamo precioso con que sanaremos
en un abrir y cerrar de ojos.

Apenas pronunciadas estas palabras, el caballero recibe
un nuevo golpe y, acto seguido, envía a Sancho a buscar
los ingredientes

Levántate Sancho si puedes, y llama al alcaide
desta fortaleza, y procura que se me dé un poco
de aceite, vino, sal, y romero, para hacer el salutífero
bálsamo, que en verdad que creo que lo he bien menester
ahora, porque se me va mucha sangre de la herida
que esta fantasma me ha dado.

En cuanto Sancho vuelve con los elementos,
su amo se pone manos a la obra

En resolución él tomó sus simples, de los cuales
hizo un compuesto, mezclándolos todos y cociéndolos
un buen espacio, hasta que le pareció que estaban
en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo,
y como no la hubo en la venta, se resolvió de ponello
en una alcuza, o aceitera de hoja de lata, de quien
el ventero le hizo grata donación. Y luego dijo sobre
la alcuza más de ochenta Pater nostres, y otras tantas
Ave Marías, salves, y credos, y a cada palabra
acompañaba una cruz, a modo de bendición;
a todo lo cual se hallaron presentes, Sancho,
el ventero, y cuadrillero, que ya el arriero
sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio
de sus machos.

La elaboración del bálsamo consta de un doble proceso,
en primer lugar la parte estrictamente culinaria,
consistente en cocer los diversos componentes,
o “simples”, hasta obtener una sustancia, o “compuesto”,
sobre la cual, una vez embasada, se realiza un segunda
proceso, consistente en rezar una serie de oraciones
acompañadas, “a modo de bendición”, del signo de la cruz.
Llama especialmente la atención, la duración
de la segunda parte del proceso pues, según el narrador,
don Quijote dice sobre la alcuza ochenta Pater nostres,
ochenta Ave Marías, ochenta salves y ochenta credos,
y lo más sorprendente es que “a cada palabra
acompañaba una cruz”, no dice a cada oración,
sino a cada palabra, lo cual suma más de veinte mil
cruces sobre la aceitera.
Finalizado el proceso, don Quijote prueba el bálsamo
para conocer su “virtud” y, tras vómitos, sudores
y “tres horas” de sueño, queda como nuevo.

Hecho esto, quiso él mesmo hacer luego la esperiencia
de la virtud de aquel precioso bálsamo
que él se imaginaba, y así se bebió de lo que no pudo
caber en la alcuza, y quedaba en la olla donde
se había cocido casi media azumbre, y apenas
lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar, de manera,
que no le quedó cosa en el estómago,
y con las ansias y agitación del vómito,
le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó
que le arropasen y le dejasen solo. Hiciéronlo ansí,
y quedóse dormido más de tres horas,
al cabo de las cuales despertó y se sintió
aliviadísimo del cuerpo y en tal manera mejor
de su quebrantamiento, que se tuvo por sano.
Y verdaderamente creyó que había acertado
con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio,
podía acometer desde allí adelante sin temor.

Sancho, que tuvo “a milagro” la mejoría de su amo,
tomó otra buena cantidad del bálsamo pero,
antes de vomitar, le dieron tantas ansias,
trasudores y desmayos que pensó que se moría.

Sancho Panza que también tuvo a milagro la mejoría
de su amo, le rogó que le diese a él lo que quedaba
en la olla, que no era poca cantidad. Concedióselo
don Quijote, y él tomándola a dos manos, con buena
fe y mejor talante, se la echó a pechos, y envasó
bien poco menos que su amo. Es pues el caso,
que el estómago del pobre Sancho, no debía de ser
tan delicado como el de su amo, y así primero
que vomitase le dieron tantas ansias y bascas,
con tantos trasudores y desmayos, que él pensó
bien y verdaderamente, que era llegada su última
hora; y viéndose tan afligido y congojado, maldecía
el bálsamo y al ladrón que se lo había dado. Viéndole
así don Quijote, le dijo:
-Yo creo Sancho que todo este mal te viene de no ser
armado caballero; porque tengo para mí, que este
licor no debe de aprovechar a los que no lo son.
-Si eso sabía vuestra merced, replicó Sancho,
¡mal haya yo y toda mi parentela!,
¿para qué consintió que lo gustase?
En esto hizo su operación el brebaje, y comenzó
el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales,
con tanta priesa, que la estera de enea sobre quien
se había vuelto a echar, ni la manta de anjeo
con que se cubría, fueron más de provecho. Sudaba
y trasudaba con tales parasismos y accidentes,
que no solamente él, sino todos pensaron
que se le acababa la vida. Duróle esta borrasca
y mala andanza casi dos horas, al cabo
de las cuales no quedó como su amo, sino tan molido
y quebrantado, que no se podía tener.
Pero don Quijote, que como se ha dicho,
se sintió aliviado y sano, quiso partirse luego
a buscar aventuras, pareciéndole que todo
el tiempo que allí se tardaba, era quitársele
al mundo y a los en él menesterosos de su favor
y amparo; y más con la seguridad y confianza
que llevaba en su bálsamo.



No se vuelve a nombrar la pócima hasta
casi el final del capítulo 17, cuando Sancho,
hecho polvo tras el manteo sufrido en la venta,
recibe la compasiva ayuda de Maritornes...

-¡Hijo Sancho no bebas agua!,
¡hijo no la bebas que te matará! ¿ves?
aquí tengo el santísimo bálsamo (y enseñábale
la alcuza del brebaje) que con dos gotas
que dél bebas sanarás sin duda.
A estas voces volvió Sancho los ojos como
de través, y dijo con otras mayores:
-¿Por dicha hásele olvidado a vuestra merced,
como yo no soy caballero, o quiere que acabe
de vomitar las entrañas, que me quedaron
de anoche? Guárdese su licor con todos
los diablos, y déjeme a mí. Y el acabar
de decir esto, y el comenzar a beber,
todo fue uno; mas como al primer trago
vio que era agua, no quiso pasar adelante,
y rogó a Maritornes que se le trujese de vino,
y así lo hizo ella de muy buena voluntad,
y lo pagó de su mesmo dinero, porque en efecto
se dice della, que aunque estaba en aquel trato,
tenía unas sombras y lejos de Cristiana.

……

Tras abandonar la venta, don Quijote, pensando
que se enfrenta al ejército de Alifanfarón,
capítulo 18, arremete contra un rebaño de ovejas.
Los pastores le responden con piedras

Llegó en esto una peladilla de arroyo, y dándole
en un lado le sepultó dos costillas en el cuerpo;
viéndose tan maltrecho, creyó sin duda
que estaba muerto o malferido, y acordándose
de su licor, sacó su alcuza y púsosela a la boca,
y comenzó a echar licor en el estómago; mas antes
que acabase de envasar lo que a él le parecía
que era bastante, llegó otra almendra,
y diole en la mano y en el alcuza tan de lleno,
que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres
o cuatro dientes y muelas de la boca,
y machucándole malamente dos dedos de la mano.

Los pastores, temiendo haber hecho un mal grave
a don Quijote, se alejan apresuradamente, momento
aprovechado por Sancho para aproximarse a su amo,
que le ruega comprobar cuántas muelas
y dientes le faltan.

Llegóse Sancho tan cerca, que casi le metía
los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había
obrado el bálsamo en el estómago de don Quijote,
y al tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca,
arrojó de sí más recio que una escopeta, cuanto
dentro tenía, y dio con todo ello en las barbas
del compasivo escudero.
-¡Santa María!, dijo Sancho, ¿y qué es esto
que me ha sucedido?, sin duda este pecador
está herido de muerte, pues vomita sangre
por la boca. Pero reparando un poco más en ello,
echó de ver en la color, sabor, y olor,
que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza,
que él le había visto beber,
y fue tanto el asco que tomó, que revolviéndosele
el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor,
y quedaron entrambos como de perlas.
Acudió Sancho a su asno para sacar de las alforjas
con qué limpiarse, y con qué curar a su amo,
y como no las halló, estuvo a punto de perder
el juicio; maldíjose de nuevo, y propuso
en su corazón, de dejar a su amo y volverse
a su tierra, aunque perdiese el salario
de lo servido, y las esperanzas
del gobierno de la prometida ínsula.

Salvo un par de breves referencias posteriores,
esta es la última información ofrecida en la novela
sobre el bálsamo, un recurso cerrado prácticamente
en los primeros capítulos, aunque su presencia
parece extenderse a toda la obra.

Así es, si así os parece...